Sin embargo, cuando llegué aquel día a mi casa no pude parar
de pensar en Pablo. ¿Por qué? ¿De verdad se arrepentía? ¿Puede alguien cambiar
tan rápidamente de opinión? Bueno, él ya lo había hecho antes, eso era verdad,
pero precisamente eso era lo que no me dejaba fiarme de él. En mi cabeza había
dos vocecillas que se peleaban. Una decía: “dale
una oportunidad, es tu amigo, siempre lo ha sido”. La otra en cambio
proponía: “ya te la ha jugado, Alba, no
seas tonta, lo va a volver a hacer”. ¿A cuál de las dos tenía que escuchar?
No tenía ni idea. Con dieciséis años una persona no tiene esa capacidad de
decisión. De momento, lo único que sabía es que estaba sola. Es decir, sí,
tenía a mis amigos, pero ninguno de ellos podía decirme qué estaba bien o qué
no, ninguno podía asegurarme que Pablo no me fuese a volver a fallar. De todas
formas sabía que por muchas vueltas que le diera, nunca iba a llegar a estar
segura de nada. Por eso cogí mis cascos y puse música, a todo volumen, como me
gusta a mí.
“Boulevard of broken dreams” – Green day.
“Astronaut” – Simple Plan.
“Yesterday” – The Beatles.
“My happy ending” – Avril Lavigne.
Parecía que el universo había decidido ponerse en mi contra
poniendo en mi modo aleatorio de canciones aquellas más apropiadas para mi
situación. Y cuando digo apropiadas quiero decir totalmente inapropiadas, claro
está. Paré la música justo cuando Avril Lavigne decía: “It’s
nice to know we had it all, thanks for watching as I fall, letting me know we
were done…”. Eso ya era demasiado. Me levanté y me fui a la cocina: necesitaba chocolate. ¿Nunca
habéis necesitado chocolate? Para mí el chocolate es uno de los mayores
placeres de la vida, me hace olvidarme de todo, me relaja, me hace volver a ser
yo. Es genial, así de simple.
Hay cosas que no se pueden describir. Una de ellas es el
sabor del chocolate, la sensación que te provoca. Intentadlo. Es sencillamente
imposible. Pero las cosas buenas son aquellas que no se pueden describir, como
el chocolate, tu canción favorita o la sonrisa perfecta. Como la de Adrián.
¿Por qué siempre acabo pensando en él? El caso es que aquella tarde no me dio
tiempo a coger el chocolate que necesitaba.
“¿Qué te he hecho, Universo? En serio, ¿por qué yo?” fue lo único que pude pensar cuando llamaron a la puerta. Pero la cara me cambió un poquito cuando vi que el que llamaba era Dani, que venía a hacer el trabajo. ¿Ya eran las seis? El pensar tanto no era bueno. Le abrí la puerta.
- Heeeeeey. – Le dije al verle. Tenía una sonrisa
enorme en la cara. Me pegó el abrazo del siglo y me levantó del suelo. – ¿Dani?
– Me reí. – Yo también te quiero mucho, pero… ¿hola? ¿Qué pasa?
- Digamos que… he hablado con Laura. – ¡Mierda!
Era verdad, se me había olvidado.
- ¡NO TE CREO! Pasa y me cuentas ya, venga. – Le
cogí de la mano y le arrastré dentro. Se rió. Cerré la puerta.
- Bueno, tampoco creo que haya mucho que contar,
¿no?
- ¡¿Cómo que no?!
- No sé, a ver… Pues al final conseguí pillarla en
la esquina del cine. Me dijo que tenía prisa para hacer no-sé-qué cosa con su
hermano, así que le dije que entonces la acompañaba a casa, que tenía que
hablar con ella. Me miró extraña pero asintió y dijo que vale.
- Dani, amor, concéntrate, al grano.
- Vale, vale, perdona. El caso es que le empecé a
decir todo lo que sentía por ella. Pero todo, TODO.
- ¿Y…?
- Y de repente se paró y se puso delante de mí. Me
miró a los ojos, estaba a punto de llorar. Y lo siguiente que recuerdo es estar
besándola. En serio, ha sido alucinante, pequeña. Luego me dijo que a ella
también le llevaba gustando bastante tiempo y que… – Paró de hablar y me miró
fijamente – Espera un momento, es tu mejor amiga… ¡Tú lo sabías! ¡Tú sabías
todo! – Me reí a más no poder.
- Claro que yo lo sabía, tonto. Si no hubiera
estado segura de que tú le gustabas, ¿crees que te hubiera apoyado tanto con
ella? – Seguí riéndome.
- Me lo podrías haber dicho, ¿no? Llevo años con
esto dentro de mí, podrías haberme dicho algo.
- ¿Te hubiera gustado que se lo dijese a ella? –
No dijo nada. – Pues eso. Además en estas cosas es mejor que no se metan
terceros, aunque ambos me adoréis. – Le sonreí.
- Eres odiosa. –Me dijo mientras me daba un
abrazo.
- Soy odiosamente adorable. – Me reí. – Bueno,
creo que tenemos un trabajillo que hacer.
- Aghh, cierto.
Y nos pusimos a trabajar. Creo que
hay pocas veces en mi vida que me he sentido tan bien: me había dado cuenta de
que no importaba lo mal que me fueran las cosas. Dani había luchado mucho por
ser feliz, y al final lo había conseguido. Era reconfortante saber que todo
merece la pena porque todo el mundo merece ser feliz. Y nos guste o no, hay que
luchar por ello. La felicidad hay que ganársela. Y no es fácil, nunca es fácil.
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